La escena se repite con intensidad cada día: columnas de trabajadores de La Salada —feriantes, carreros, textiles, gastronómicos— avanzan por las calles del conurbano sur con una consigna clara: volver a trabajar. Desde la detención de Jorge Castillo, el cierre judicial de los predios Punta Mogote, Ocean y Urkupiña dejó a más de 30 mil personas sin su principal, y muchas veces único, sustento económico.
Este lunes, más de 300 puesteros cortaron por completo el Puente La Noria durante varias horas. La Policía Federal Argentina respondió con el protocolo antipiquete: gases lacrimógenos, balas de goma y tensión en aumento. Pero ni la represión ni el cansancio frenan las protestas.
“Si los dueños cometieron delitos, que paguen ellos. Nosotros solo queremos trabajar”, repiten los feriantes una y otra vez. En su mayoría, no tienen vínculo directo con los delitos que se investigan. Lo que sí tienen, es una dependencia vital del predio para sobrevivir.
Yolanda, feriante, lo resumió con crudeza: “No podemos ni entrar a buscar lo que dejamos. La feria es nuestro sustento”. Muchos confeccionan su propia ropa dentro del predio, otros transportan mercadería, preparan comida o se ocupan de tareas logísticas. El cierre no solo afecta los puestos visibles, sino toda una red de trabajo informal, sostenida a pulmón y sin respaldo estatal.
La venta ambulante en los márgenes de la feria sigue activa, pero es apenas un remedo de lo que fue. Sin acceso a sus puestos ni posibilidad de recuperar su mercadería, los trabajadores viven al día, expuestos a la precariedad y al hartazgo.
“Voy a vender bolitas y pizzas”, dice Mari, que lleva diez años vendiendo café en La Salada. Como muchos, intenta reinventarse en medio del vacío. Pero las oportunidades fuera del predio son escasas. Y el silencio oficial, ensordecedor.
PROTESTA FRENTE AL MUNICIPIO
El intendente de Lomas de Zamora, Federico Otermín, recibió a un grupo reducido de manifestantes tras una jornada de reclamos frente a la municipalidad. Se comprometió a gestionar una reunión formal esta semana. Mientras tanto, la fiscal de la causa sigue sin dar respuestas a los trabajadores.
“Si no se reactiva, se va a pudrir todo”, advierte Esteban, quien desde hace más de una década transporta productos dentro de la feria. Su voz no suena como amenaza, sino como una advertencia real sobre el clima social que crece entre la bronca y la desesperación.
La respuesta de las autoridades provinciales ha sido hasta ahora insuficiente. Aunque reconocen la dimensión del conflicto, no hay señales claras sobre una posible reapertura ni sobre medidas concretas para contener el impacto social.
La crisis de La Salada no es sólo un caso judicial ni una disputa comercial. Es el reflejo de un sistema económico frágil que, ante el primer golpe, deja a miles de familias flotando en la incertidumbre. Ellos no piden privilegios. Piden lo mínimo: trabajar para vivir.